21.11.13

In time.

Arrugó el miedo y alisó la sonrisa.

Había sido así de fácil todo ese tiempo.

17.11.13

Ways.

—Já -bufó ella, digna, alzando la cabeza- ¿de veras lo creías? No, no camino sobre nubes, ni soy elegante, ni alzo el mentón todo el tiempo. Ni llevo moño. Odio el moño.

Se quitó las zapatillas por los talones con la ayuda de sus propios pies y se dejó caer sobre la cama, clavando la mirada en el techo.

—Sí, definitivamente odio el moño. No soy altiva todo el tiempo. Casi nunca lo soy.

Él la miraba desde el alféizar, con los brazos cruzados en el pecho y los ojos curiosos chispeando entre las hebras carbón de la muchacha.

—Tampoco soy delicada. Mentiría si dijera que no necesito que me salven -giró la cabeza hacia él. La luz dio de pleno en su piel porcelanosa y avivó sus iris avellana- ¿quién no necesita que le salven? -se incorporó- ¿a quién no le hace falta un empujón de vez en cuando? -volvió a tumbarse- pero no, esa no es la cuestión. Tampoco puede salvarte cualquiera, ¿sabes? -cruzó los dedos de ambas manos sobre su vientre- pero tampoco soy una inútil, ¿me explico? Puedo ser autosuficiente. Creo.

Volvió a mirar al techo, con el ceño fruncido.

—Ser bailarina es una parte de mí. Pero no es todo lo que soy.

Él entrecerró los ojos y abrió la boca por primera vez.

—¿Y qué eres?

Ella cogió aire y lo sostuvo durante todo el tiempo que le fue posible en los pulmones. Lo soltó poco a poco. Abrió mucho los ojos, mirándole, y finalmente encogió sus aparentemente frágiles hombros.

—No lo sé. Si no, ¿dónde estaría la gracia? ¿En qué pensaría a los ochenta cuando hiciera jerseys a mis nietos? -se encogió de hombros una vez más, esta vez, sí fue cisne; cisne altanero- y tampoco lo quiero saber todavía.

15.11.13

¿En qué momento relevé a Atlas?

Qué curiosa es la mente, ¿eh? 

Nacemos con ella. La llevamos de fábrica, pero, oh, no sabemos usarla. 

Resulta, que mientras yo creía moverme paulatinamente, con el mundo, el mundo y yo misma nos escapábamos de esa firme idea. Resulta, que mientras creía ser adulta y estar aprendiendo a ser independiente, la mayoría de edad y la independencia se reían de mí delante de mis narices. Sigo siendo una niña. Una niña crecidita que intenta ser mayor, pero que de repente un día, a las doce de la noche, se cansa de ser ella. «Llevo todo el día aquí, dentro de mí misma, a través de mis ojos, quiero dormir». De repente, un día, las cosas han ido más rápido de lo que pensaba y cuando me he parado a mirar, hasta yo he empezado a reírme menos.

«¿Qué me pasa?»

Que todo cambia. Que no te has dado cuenta. Que te toca digerirlo de golpe. Por lista.

Soy incapaz de ser totalmente independiente, pero, ¿qué demonios? ¿Hasta qué punto está bien ser capaz de vivir sin nadie que te rodee? Amo sostenerme en las tardes con mis amigos —aunque crezcamos, aunque cada uno se dedique a lo suyo, aunque cada uno tenga su vida—; amo sostenerme en la persona que quiero y no parar de hablar, porque ya seremos viejos para pelearnos por el mando a distancia; amo sostenerme en mi familia, en hacer rabiar al perro, en ver programas que no nos interesan a ninguno; amo sostenerme en mis pequeños textos, películas, libros, música, logros, pósters, olores, paseos, recuerdos. Amo todo eso. Y como soy una niña que odia ser completamente independiente, seguiré aferrándome a todo eso en la medida de lo posible. Porque no quiero ser adulta. No quiero estar sola. Nací sola y moriré sola. No quiero que lo que quede entre esos dos momentos sea también la soledad.

Soy una niña que llora cuando siente demasiado. Soy una niña que ríe cuando se da cuenta de que siente demasiado. Porque "estar de paso" no me impide vivir feliz, y mira, la apatía es para las piedras.

5.11.13

¿Qué tal el día, cielo?

No haré de nuestro cielo las vidas ajenas, ni las muertes ajenas.

No haré de nosotros un charco que llore, ni que las refleje.

Haré de nuestra vida un cielo que ilumine las aguas de otros cuando tampoco quieran reflejarse
en vidas ajenas,
en muertes ajenas,
ni convertirse en charco.

4.11.13

Not about dogs.

Cuando no tienes perro, no te fijas en la cantidad de ellos que hay en tu barrio. Ni siquiera en la raza, ni en sus dueños. Algunos son bonitos y te acercas a acariciarles, pero el mundo de las mascotas en ese momento te cae lejos.

De repente, un día, algo cerca de ti, de tu entorno, se rompe. No lo vives tú, pero sí gente a la que aprecias. Y ves el sufrimiento más cerca de lo que te gustaría. Lo acaricias como al perro del vecino. No es tuyo, pero en ese momento los dos os miráis. Os miráis el dolor y tú, y te preguntas si algún día, por desgracia, todo lo que ahora te parece entero, vivo y fuerte, como se lo parecía a otros antes, se romperá como se les ha roto a otros ahora.

Medías un metro cincuenta, o sesenta, o setenta, u ochenta, tal vez. Y ahora no mides nada.

Te has agazapado en tu miedo. En las posibilidades que flotan, porque para otros también flotaron y sobrevolaron como un buitre.

Y tiemblas. Tiemblas de frío. De ese frío que a veces sólo sale en las yemas de los dedos y en el sudor que se forma, sin querer, en tu frente. Pero a veces sólo aceptas un calor, el que resbala por tus mejillas cuando a tu mente, nublada, le apetece llover.

Sin embargo, cuando compras un perro no piensas en quién morirá antes, si tú, él, o los dos. Simplemente lo disfrutas cada día. Espero que el perro de mi vecino siga siendo el perro de mi vecino, y que el dolor no me toque a mí. Si viene tampoco podré evitarlo, pero llorarlo ahora no servirá de nada.

Y no estoy hablando de perros.