19.3.14

Las mentiras de la certeza.

Los siempres, los nuncas y los jamases plagados de únicas excepciones para confirmar las reglas que había que romper.

Y al final, nada era cierto.

17.3.14

Inventivas de metal.

«A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos», dijo Borges.


Y yo todavía me esfuerzo en desmontar su teoría descubriendo los números. Los que no coinciden. Los que sólo yo tenga muy, muy debajo de la piel. Y también encima. Pero los míos

Y yo soy ya una experta en e s q u i v a r las simetrías —que no obviarlas—, y trabajarlas con martillo y cincel. Y hacerlas asimÉTRICAS. Y más bellas. Y más permanentes. Y más inolvidables. Y más vivas.

Y yo me esfuerzo en inventar una realidad más nuestra. Y también tú.


Y yo, a veces, todavía me pregunto quién soy yo.
Y yo, a veces, y tú, otras tantas, somos tú, a veces, y yo, otras muchas.

9.3.14

Cualquier cala.

Supongo que lo mejor fue no planearte; no pensarte; no creerte siquiera cuando te vi por primera vez. Supongo que lo mejor fue no imaginarte en las aguas de un mar en calma que yo no encontraba.

Fueron varias mañanas en las que nuestros ojitos se perdieron en la línea que separaba lo visible de lo imaginable, el cielo del agua, lo cierto de lo menos tangible. Cada cabecita se perdía en su cielo, en su agua, en lo que creía cierto y en lo que no podía tocar. La arena entre los dedos de los pies era la mejor caricia cuando nada más podía saciar nuestras miradas no tan alegres, nuestras sonrisas no tan visibles.

Supongo que lo mejor, amor, fue la sorpresa de encontrarnos planeando, pensándonos, creyéndonos por vez primera y tantas veces como vinieran. Supongo que lo mejor fue imaginarnos como las aguas de un mar vivo donde serte, serme y sernos.

5.3.14

Scintillate.

—Un río... un... un río de luz... —musité.

Mis ojos, muy abiertos. Mi boca, más todavía. Mis cuerdas vocales, relinchando angustiadas. Algo iba mal. Mal, mal, mal. Muy mal. Giré sobre mis talones. Busqué algo con la mirada. Algo que me aliviara. Algo que me ayudara a entender, pero en aquel momento ni una sola palabra era capaz de ponerse junto a otra con coherencia. Miré arriba, al cielo infini... al... al cie...

...al techo. Algo iba mal. Mal, mal, mal. Muy mal. 

—¡¡Eh!! ¡Desde aquí arriba llegaremos mejor! ¡Vamos!

Niños. Cinco, seis tal vez. Sí, seis. Tres de ellos de pelo blanquecino, todos los demás, castaños. Ellos no parecían preocupados. Ellos sólo saltaban y alargaban sus manitas hacia arriba. Montaban unos sobre otros. Estiraban sus costados y daban pequeños botes. Sus barbillas, sus narices, sus ojitos, todos hacia arriba, chispeantes.

—¡Vamos a hacerle cosquillas! ¡Tiene que despertarse! ¡Estiraos bien! -gritaba el más alto, convencido.

Uno sobre otro. Uno sobre otro. Salto. Uno sobre otro.

Y ocurrió. Fue muy simple. Un empujón. Un empujón accidentado aunque merecido. Contundente aunque inesperado. Pero merecido. Fue muy, muy simple. Tan simple que cuando caí al río de cabeza con todo mi miedo y mi voz herida, me entró la risa floja y permití a la luna salir a mi cielo, socarrona, burlándose de mi sueño ligero. Volví a extenderme. Abracé mi medio planeta dormido y lo acuné. Repartí mi luz en pequeñas dosis para que todo el mundo tuviera la suya. Me había dormido. Me había caído de mi misma. Me había despegado.

—¡Hemos salvado la noche, chicos! ¡Hemos salvado al planeta! -gritó el más pequeño de los seis.
—¡Mañana por la mañana, a la churrería de Doña Emilia!

No habían sido las cosquillas.