«Los fantasmas de las azoteas» es una asociación de almas solitarias que se reúnen sin reunirse en lo alto de algunos edificios a partir de la hora en que los gremlins son peligrosos.
Vistos desde el aire son pequeñas motitas de luz que varían en intensidad dependiendo de cuán solos se encuentren en ese momento. Cuando se sienten plenamente integrados dejan de brillar y se funden con el mundo. Lástima que aquello no ocurriese a menudo. Lástima que corriesen tiempos complicados. Lástima que Nit brillara tanto aquella noche.
Un día cuando no era de día, un alma invisible posó sus pies ruidosos en la cima silenciosa que Nit llevaba ocho noches colonizando. Se sobresaltó, ahogó un chillido y casi se apagó al sentirse repentina e indeseadamente acompañada. Ese breve instante de certidumbre de otra sustancia humana cerca de sí, le permitió distinguir los zapatos amarillos y brillantes del intruso (o intrusa, o ente abstracto), pero de vuelta en su solitariedad tras el susto inicial, estos casi desaparecieron por completo.
—¿Hola? —preguntó la aguda voz sin cuerpo.
—¡¿Hola?! —replicó la asustada voz de Nit.
Las vibraciones de los decididos pasos del color de un pollo dejaron a Nit inmóvil en su miedo, miedo que se transformó en curiosidad cuando una mano caliente se posó en su mejilla. Muda, se dejó investigar por aquellas yemas suaves que exploraron su ojo izquierdo, media nariz y sus medios labios.
—Estás helada.
—O sola.
—O sola —concedieron las botas amarillas.
Todavía no había separado su mano. Encontraba divertida la textura gelatinosa de los mofletes de aquella intensa luz blanca que terminó gruñendo levemente y girando el rostro hacia otro lado. El paso se fue atrás. El fantasma de la azotea se acercó hacia él y movió la cabeza en señal de disculpa.
—Sois muchos —dijo el mundo.
—¿Somos muchos? ¿Quiénes? —preguntó la luz.
—Vosotros. Las luces. Los... fantasmas.
—¿Fantasmas? ¿Nosotros? Hablas como si tú fueras real. O visible, siquiera.
—¿No puedes verme? —parecía sorprendida.
—Sólo sé que tienes unas enormes botas amarillas y brillantes.
—Tampoco te pierdes nada.
—Supongo que no —admitió.
Un breve instante de silencio para contemplar la luz y la oscuridad.
—A veces, cuando os veo desde mi ventana, no sé dónde empieza el cielo.
—¿A quiénes ves?
—A vosotros. Las luces. Los fantasmas.
Otro silencio. De incomprensión, de inconformidad, de duda.
—Cuando todo el mundo se va a dormir y apenas hay un par de ventanas despiertas, todo queda a tono con el cielo: negro como el fondo de un pozo. Pero de repente salís vosotros... y los astros.
Una nariz en alza. Dos narices en alza.
—A veces no sé dónde acaban las almas y empiezan las estrellas.
—O si todos somos estrellas.
—O si todos sois almas —accedió la voz.
Nit y Botas habían terminado mirando juntas en la misma dirección, la opuesta a la del viento que les acariciaba el rostro y revolvía el pelo. Una pregunta a medio encender sobrevolaba sus cabezas con aspecto de ave de rapiña.
—¿Y tú por qué te sientes sola? —atacó la duda.
—Nadie comprendía que me gustara estar sola —dijo tras un rato. Suspiró—. Al principio me daba igual, pero más tarde ni siquiera mi mejor amiga tuvo la decencia de entenderme y empezó a llamarme "bicho raro".
—¿Diferente?
—Bicho. Raro.
—Oh —murmuró Botas.
—Un día empecé a brillar. Cada vez que ella no me comprendía, yo despedía nuevos rayos de luz.
—¿Y qué pasó?
—Que mi propia incandescencia me cegó. Y me ciega. No veo nada más. Sólo veo los límites de mi azotea.
—Pero también has podido ver mis botas.
—Porque me he sabido acompañada... por un momento.
—Pero estás acompañada... en este momento.
Enmudeció brevemente masticando cualquier indicio de palabra amarga antes de que saliera ninguna a través de sus labios. Sopesó aquella última afirmación en un leve balanceo de su cuerpo y tragó saliva antes de girar levemente la cabeza.
—¿Y quién es tu mejor amiga? —otro ave de rapiña que encontraba presa.
—Nit.
—¿Nit? ¿Qué clase de nombre es ese?
—El mío.
Giró el rostro del todo y se sorprendió al encontrar frente a sí los vestigios de una nariz respingona y un par de ojos que bajo su luz parecían dos avellanas. También distinguía algunas hebras de cabello del que no lograba definir el color, una camiseta oscura y lo que parecían ser unos pantalones vaqueros. Sin embargo estos tenían un aspecto fantasmal, borroso y escasamente nítido que la obligaron a parpadear un par de veces. Bajó la mirada a sus propias manos y sintió candor en las mejillas al tiempo que era consciente de la luz desvaneciéndose levemente a través de los poros de su piel.
Casi pudo sentirse corpórea cuando alzó la cabeza para mirar los ya localizables ojos de la voz del mundo y hacer un gesto significativo con la cabeza.
Los ojos avellana esbozaron una sincera sonrisa semitransparente.
—Te ayudaré —aceptó Botas.