26.3.12

Viaje de ida.

Las piedras se clavaban en la suela de sus zapatos nuevos con cada nueva pisada en el duro suelo, y pese a lo destrozados que podrían quedar después de aquella desesperada carrera, a ella no le importaba en absoluto. De hecho, era lo último que tenía en mente en aquel instante. Dio un salto y se enganchó de la parte de atrás de la camioneta con toda la fuerza con que le fue posible y se sorprendió a sí misma al hallarse cogida con total seguridad aún con todas las sacudidas de ésta.

—¡Joder, María Victoria! ¡No hagas tonterías, coño! -se quejó un muchacho de raídas ropas y gorra marrón que se acercó con urgencia hacia la muchacha- ¡bájate! ¡Bájate o te harás daño!
—¡No! ¡No quiero! ¡Escúchame! -pidió mientras el chico la tomaba por las muñecas para darle mayor estabilidad y evitar una posible caída.

Él giró medio cuerpo visiblemente mosqueado, y ella rezó por que no se le rasgara el abrigo azul con algún gancho de los que sobresalían.

—¡Nicolás! ¡Para el camión un momento, Nicolás!

Dicho y hecho. El motor cesó de sonar y el tembleque paró. Ahora se oían los gritos de las amigas: "¡estás loca! ¡Podrías haberte matado!"; y las preguntas de los compañeros: "¿qué pasa, Rafael?¿Por qué paramos?" Pero ninguno de los dos escuchaban ninguna de aquellas voces, sólo la que provenía de quien tenían en frente.

—Llévame contigo -casi suplicó la chica- llévame contigo a Francia. -Tan pronto como pronunció esas palabras, los anchos hombros de él se dejaron caer, abatidos. Ahora podía contemplar con calma cómo aquel sol que no calentaba ahondaba en la piel morena del joven resaltando las heridas de sus trabajadas manos y las curvas de los músculos de sus brazos, y cómo acariciaba su recta nariz y anguloso mentón.

Él alzó la mirada y ella se vio reflejada en su iris color café. 

—Que no, María Victoria, que no.
—Pero, ¿por qué no?
—Porque ésta no es tu lucha.
—¿Que no es mi lucha? -suspiró. Una ráfaga de viento revolvió los mechones sueltos de su cabello castaño, recogido en un recatado moño y tornó sus mejillas rosadas. Le miró con el mar agitado.
—Esto es peligroso para ti.
—¿Y para ti no?

Él chasqueó la lengua.

—¿Y qué dirá de ti tu familia? Éste no es tu bando.

Y ella estalló.

—A ver si te das cuenta de una vez, maldita sea. Que me da igual qué pienses tú o qué piense yo y lo opuesto que pueda ser. Que yo te quiero a ti, no a una bandera, ¿te enteras? -y para entonces las lágrimas desbordaban ya precipitándose por sus mejillas al ritmo de su corazón, que latía desbocado en su pecho.

Rafael no dijo nada, no podía. Tomó el rostro de la muchacha entre sus manos y lo acercó al suyo hasta besarla con pasión, con locura, con amor. Con ese amor que nunca había entendido y siempre había tratado de frenar. Con ese amor del que siempre le hablaron y nunca comprendió. Con ese amor que sabía que sólo sería capaz de entregar a María Victoria...

—Sube, ma princesse.

...que iba a arriesgar su vida entera por él.

11.3.12

Stolen.


Corro, corro sin parar. Tengo las mejillas humedecidas por las lágrimas, pero no puedo concentrarme en eso ahora. Las ramas parecen multiplicarse a mi paso. Esto antes era más fácil, ahora sólo me llevo mis quejidos y decenas de arañazos por todas partes. Paro un segundo con el corazón a punto de estallar, trato de escuchar con atención pero sólo recibo tupidos “tu-tum” en mis oídos. No, ya no los oigo aullar, pero…

Una lágrima.

Corro, corro sin parar. Están cerca de mí. Oigo sus botas recias partiendo las hojas secas del invisible camino trazado por mis pies. Ya no me molesto en apartarme de las prolongaciones de los árboles y arbustos, me limito a extender las manos. Aunque ¿para qué mentir? No sirve de nada, me llevo los latigazos igualmente.

Un árbol. El árbol. Ya falta poco. Me miro los brazos fugazmente y sólo veo zonas rojas, y algo de sangre. Me pica, me escuece. Y la pantorrilla derecha ha debido intercambiar opiniones con las ortigas. Estoy tentada de soltar cuarenta improperios hacia mis persecutores por hacerme pasar por todo esto, pero perdería demasiada saliva en contarles algo que ya saben.

Casi sin aliento, reúno fuerzas pese al sudor, a lo enredado que resulta mi pelo en este preciso instante, a las heridas, y al dolor de mi corazón, y en poco tiempo trepo por el recio tronco del árbol convertida en la ardilla que siempre fui. Una vez arriba deseo poder mofarme de ellos y de sus carcasas blancas, pero cuando mis patitas delanteras alcanzan la cadena de plata y la pequeña medalla con su nombre grabado al dorso, se me viene el mundo encima.

Un mundo que un día fue suyo y mío. Un mundo que un día fue nuestro.