Para mí, la felicidad es el simple hecho de vivir.
La felicidad, como la vida, entraña tanto cosas buenas como cosas malas. Sin cuesta arriba, no hay cuesta abajo, ¿no? Sin cosas peores, no hay cosas mejores; sin cosas tristes, no hay cosas alegres. Ying, yang.
¿Cómo podríamos, sin cosas que nos gustaran menos, apreciar lo bello? ¿Cómo podríamos dar valor a la alegría si no hubiese un estado opuesto que nos recordara lo bien que nos hace sentir? Viviríamos en un estado neutro, carente de emoción, anodino.
He aprendido a apreciar la tierra y las plantas secas, el cierzo y mi propia ciudad cuando de buenas a primeras no me conmovieron (o tal vez no supe verlos) así como he aprendido a apreciar que los momentos más malos pueden ser parte de la mejor etapa de mi vida tanto como aquellos que, simplemente, son parte de la vida en sí misma. Porque sí, las idas y venidas, la falta y la abundancia, amar y amar menos, asustarse y estar seguro, respirar y no hacerlo, son también parte del vivir.
Si nos vienen tiempos difíciles (aunque no queramos), nos tocará recomponerlo como ese puzle de mil piezas (que tampoco pedimos) en Navidad. Esa frase que dicen nuestros padres los domingos por la mañana: «¡Quien vale para salir hasta tarde, vale para levantarse temprano a trabajar!» esconde a su vez que quien pide alegría, pide por consiguiente también una pequeña dosis de pena. Porque es necesaria y no es mala. Como no es malo sentirse triste, aturdido, enfadado o distraído. Porque, sencillamente, peor es no sentir, ser indiferente, pasar de todo, sudar de todo, que te importe una mierda todo. Porque todos somos parte de todo e ignorar al mundo es negarse a sentir el mundo, es negarse a sentirse a uno mismo. Y es una pena, porque convivimos con nosotros mismos para toda la vida (que también, incluso aquí, entraña la muerte).
No puedo estar más de acuerdo contigo.
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