Qué curiosa es la mente, ¿eh?
Nacemos con ella. La llevamos de fábrica, pero, oh, no sabemos usarla.
Resulta, que mientras yo creía moverme paulatinamente, con el mundo, el mundo y yo misma nos escapábamos de esa firme idea. Resulta, que mientras creía ser adulta y estar aprendiendo a ser independiente, la mayoría de edad y la independencia se reían de mí delante de mis narices. Sigo siendo una niña. Una niña crecidita que intenta ser mayor, pero que de repente un día, a las doce de la noche, se cansa de ser ella. «Llevo todo el día aquí, dentro de mí misma, a través de mis ojos, quiero dormir». De repente, un día, las cosas han ido más rápido de lo que pensaba y cuando me he parado a mirar, hasta yo he empezado a reírme menos.
«¿Qué me pasa?»
Que todo cambia. Que no te has dado cuenta. Que te toca digerirlo de golpe. Por lista.
Soy incapaz de ser totalmente independiente, pero, ¿qué demonios? ¿Hasta qué punto está bien ser capaz de vivir sin nadie que te rodee? Amo sostenerme en las tardes con mis amigos —aunque crezcamos, aunque cada uno se dedique a lo suyo, aunque cada uno tenga su vida—; amo sostenerme en la persona que quiero y no parar de hablar, porque ya seremos viejos para pelearnos por el mando a distancia; amo sostenerme en mi familia, en hacer rabiar al perro, en ver programas que no nos interesan a ninguno; amo sostenerme en mis pequeños textos, películas, libros, música, logros, pósters, olores, paseos, recuerdos. Amo todo eso. Y como soy una niña que odia ser completamente independiente, seguiré aferrándome a todo eso en la medida de lo posible. Porque no quiero ser adulta. No quiero estar sola. Nací sola y moriré sola. No quiero que lo que quede entre esos dos momentos sea también la soledad.
Soy una niña que llora cuando siente demasiado. Soy una niña que ríe cuando se da cuenta de que siente demasiado. Porque "estar de paso" no me impide vivir feliz, y mira, la apatía es para las piedras.
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