15.11.11

Secretos Robados

Aseguró la chistera en su cabeza. Se ajustó la capa al cuello tirando de uno de los recios cordeles mientras agachaba la cabeza y escondía su mirada de los viandantes. La multitud de la Avenida avanzaba como un rebaño lento y cansino a través de la ancha calle para llegar a la Plaza Mayor. Pero no, ese no era su destino. Se escabulló de sus acompañantes girando sin previo aviso en el callejón que encontró a su izquierda. 

Continuó hacia adelante sin echar la vista atrás, aferrando con fuerza la caja forrada de terciopelo color rubí que llevaba entre sus manos. Sus únicos compañeros eran ahora el repiqueteo de sus zapatos contra el suelo, sonido que le devolvían las paredes una y otra vez, como rechazándolos, como un eco incansable. 

A medida que se acercaba a la vieja puerta de madera pudo sentir sus nervios a flor de piel. Su corazón se aceleró entrecortando así su respiración, y no pudo evitar contener el aliento cuando se colocó frente a aquel portal siniestro y oscuro, recóndito y húmedo. Gris. Tragó saliva y sin dudarlo por más tiempo tocó con sus desnudos y delicados nudillos en la parte superior. Entonces, se abrió un rectángulo a la altura de sus ojos, dejando entrever los del portero, verdosos y tristes.

—¿Clave?
—Mona Lisa -contestó con voz grave y firme, sin titubear ni tan siquiera un poquito.

En unos instantes estaba dentro, sin preguntas, sin trampas. Justo lo que quería. Dos estrechos pasillos de grisáceas paredes desgastadas por el tiempo le dieron paso a una amplia sala de paredes forradas por el Universo y mesas cubiertas por terciopelo del color de la sangre, justo como el de la caja que sostenía con ilusión entre sus temblorosas manos. Las cortinas del pequeño escenario se tenían a ambos lados del mismo con dos lazos del color del oro, y los focos de colores daban un aspecto místico a toda la estancia, que a su entrada quedó en penumbra.

El presentador le dirigió una mirada afable, e invitó al novato a sentarse en cualquiera de aquellas mesas y a observar, a disfrutar, a dejarse llevar, a aprender y a desentramar los misterios y secretos que por una razón u otra le habían conducido hasta allí en aquel momento y circunstancias concretas. No se negó, al contrario. Se apropió de una de las pequeñas mesas redondas de la tercera fila y dejó la caja sobre ella.

Echó un vistazo a su alrededor, cosa de la que se arrepintió de inmediato. Pero ya era demasiado tarde. Sus ojos se habían topado con otros oscuros, severos, tenebrosos. Y su mirada dulce, azul y cristalina, chispeante de emoción tampoco pasó desapercibida. Su expresión cambió de repente.

Miedo, terror. Había sido descubierta.

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