La tomaron por princesa encerrada en una torre. A ojos de todos fue aquella quien requería de la ayuda de un héroe para ser salvada. Pero nunca nadie logró rescatarla de la que durante años había sido su morada, así como tampoco regresaron cuerdos de intentarlo. Culpa suya fueron las guerras de las que yo fui partícipe al no tener otra opción. Cada príncipe que marchaba en su busca, ya fuera guapo, feo, fuerte, débil, inteligente o menos ágil mentalmente, volvía convertido en algo cruel, frío y calculador, certero, tajante, seco. Su mirada reflejaba un vacío poblado de furia, locura, muerte y el filo de su espada.
Ocurrió años después. Un día en que el sol abrasaba con insidia a los habitantes del pueblo, la vi. Más bien, la vimos. Caminaba lentamente a través de la plaza Mayor, con su mirada de extinto otoño en ristre y la nariz en alza. Todo a su paso enmudeció como lo hace un adolescente cuando se da cuenta de que el mundo en el que vive no es el que él cree, no es el que ha creado. Vientos tormentosos se despertaron a su alrededor y se entornaron hacia su imponente figura los ojos de quienes a causa de ella tanto habían luchado y tanto habían perdido. Sus labios fruncidos sobre su tez de porcelana se relajaron y dieron paso a un suspiro. Y después... después lo supe todo.
Su voz estaba envenenada.
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