Lo había soltado sin querer. Lo sintió escapar y no pudo volver a cogerlo. Sus reflejos no eran muy rápidos, y su estatura no le habría llevado muy lejos. Tiró de la mano de su madre y apuntó con uno de sus regordetes dedos hacia el globo rojo que ascendía con tranquilidad hacia el cielo azul salpicado de esponjosas nubes blancas.
—¡Vaya, cielo! ¡Se ha ido!
—¿Y a dónde irá, mamá? -preguntó con infinita curiosidad sin despegar su mirada castaña de su preciado tesoro. ¿Quién sabe? Tal vez volvía.
—Pues al cielo, mi amor.
—¿Al cielo? -hizo una pausa- ¿con el abuelo Leoncio?
—Claro -contestó ella sonriendo- vamos, cielo, ya te compraré otro de camino a casa.
Pero ella seguía con sus pupilas clavadas en él. ¿De verdad llegaba hasta el cielo? ¿De verdad llegaría hasta su abuelo? Y si llegaba, ¿sabría él que era su globo? ¿Lo guardaría y cuidaría hasta que se encontraran? Mientras divagaba en silencio, había dejado caer la mandíbula inferior a la par que su pelito oscuro y liso era revuelto por una débil brisa y el objeto de su curiosidad no era ya más que un punto. Y por fin, desapareció sin más, confundiéndose en la inmensidad del cielo.
¿Llegaría?
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