Cielo y mar son sólo uno. Se han fundido en esta noche inconclusa que grita en silencio su nombre sin nombre. Las olas juegan, furtivas, con sus pies de porcelana, y se cuelan con descaro entre los huecos de sus dedos. Ella da un paso hacia delante con aterradora firmeza, y Poseidón se toma su cristalina rebeldía como el inicio de un consentido duelo de deseos descarnados cada día al alba.
El agua acaricia sus piernas arriba y abajo, decidiéndose, y con las manos juguetea con su sal. Ella tiene la noche en sus palmas, y la noche la tiene a ella en su alma. Y lo saben, y se saben, y son viejos amigos, y son nuevos desconocidos.
Un paso más, y el cielo se vuelve loco con los latidos de su corazón. Las estrellas esculpen su cadera, se hunden en su ombligo y reflotan en su cintura con ansia y violencia. Ya no reparan en el vaivén de sus brazos, ni en el peligroso bamboleo de su cuerpo. La Luna se dispersa y se entrelaza en su pecho, en la delicada línea de sus hombros, y disfruta de sus labios, de su nariz, de sus oídos, de sus párpados y pestañas, de su arremolinado pelo... y la engulle. Se la traga.
Entrega su yo a ese uno. Se deja mecer. Se deja envolver. Se deja susurrar. Se deja jugar. Se deja. Se deja. Se deja... Y de repente: mira.
Y se ve sumergida en la profundidad de sus ojos.