30.10.13

Hellven.

Encadenado de manos y pies, arrastraba el alma junto con el sonido de aquellos hierros que otros habían decidido como nueva prolongación de su cuerpo. Los harapos que le envolvían y su mirada triste no eran sino el reflejo de su pena, así como la manera en que vestía su casi inexistente pero infernal futuro. La tierra abría surcos, tímida y dócil bajo sus desganadas huellas, y su único consuelo era el sonido de un riachuelo cercano y las briznas de hierba desorientadas que se intercalaban entre sus desnudos dedos.

—Hemos llegado. Poneos en fila -ordenó un oficial- moveos, maldita sea. -Miró a alguien por encima de los hombros de sus prisioneros y sacudió la cabeza- podéis empezar a calentar el hierro.

Escudriñó a los seres que tenía delante de la cabeza a los pies y frunció el ceño con asco.

—Tenéis suerte, serviréis para algo... -escupió- ...de todos modos, la selección natural ya ha hecho su trabajo en ese barco -añadió, y musitó:- salvajes.
—Buenas tardes, oficial -saludó una voz fresca y joven a sus espaldas.
—Señorita Jenkins, un placer verla esta mañana. ¿Qué tal está su padre?

La señorita Jenkins era una muchachita del norte de cabellos áureos que jugueteaban entre sí formando unos aniñados tirabuzones que aprovechaban toda ocasión para botar junto a su rostro porcelanoso y suave. Sus ojos azules respondían perfectamente a los poemas de amor de cualquier escritor atrevido y su nariz respingona y labios carnosos no eran sino lo que se esperaba de la hija de un oficial. Era la belleza de la región. El encanto de todo verano y el calor ausente en invierno. Era típica. Era lo que otras querían ser. Era lo que todas eran en los colegios repipis de su tierra natal. Era una más... 

...hasta que su alma impecable, libre de dolor, topó con un alma ultrajada y maltratada. Cuando sus miradas se trenzaron en el aire y el oficial desaparició entre ellos quemado por sus chispas, sus ojos vívidos fueron un hálito de vida en aquel mortecino marrón. De pronto, dos corazones que hasta entonces habían estado parados, comenzaban a latir a la par.

—Recuperándose de la última batalla contra los franceses, pero una herida no podrá con su orgullo, usted bien lo sabe -volvió a la realidad. Sonrió inclinando la cabeza mientras se llevaba una mano al pecho.
—Me alegro. Pase buen día, señorita Jenkins.
—Igualmente, oficial -deseó.

Y deseó a aquel prisionero. 

Supo entonces que compartirían un lugar en los infiernos.