26.1.12

Anochece.

Un rostro blanquecino que sucumbe al paso de los años en forma de arrugas y esa casi permanente barba de tres días. Rostro inexpresivo, las manos en el regazo, los ojos de quien ha perdido la ilusión; de quien parece creer que la vida ya no tiene nada que enseñarle; de quien parece creer que ya nada puede sorprenderle; labios  tensos que rehúsan cambiar de posición, voz quebrada entre acordes anodinos de quien parece no saber lo que la vida puede ofrecer; de quien parece no saber lo que pierde. A veces dejas caer una sonrisa de soslayo, y dura, y dura, pero me cuesta arrancártela mucho más que antes, cuando tenías luz, la misma que se va apagando poco a poco y de manera irremediable; la misma luz brillante que ya sólo disfruto en fotos; la misma luz brillante que ya queda allá a lo lejos...

...la misma luz brillante de la que casi no me acuerdo.

19.1.12

Supongamos.

Supongamos que no vi su sombra oscura recortada en la noche esperándome en la esquina. Supongamos que tampoco fui partícipe de aquella mirada sedienta y de sus paulatinos pasos que acudían a mi encuentro. Supongamos también entonces, que yo no llevaba el cabello recogido en un elegante moño italiano con el único objetivo de facilitar las cosas. Supongamos que no sentí el frío contacto de su piel a través del chal que me cubría los hombros y parte de los brazos. Y supongamos, por último, que tampoco sentí cómo sus colmillos se clavaban en mi cuello con ansia, y que no succionaba como si llevara un mes sin probar el mejor rubí líquido de la ciudad; que no le resultó el mejor banquete; que no se pasó la lengua por la comisura de los labios para terminar con la última gota de sangre, de mi sangre; que no caí desfallecida en sus brazos; que no me dejó tirada en mitad de aquella fría acera con la noche como compañera.

Supongamos todo esto, supongamos que me quería.