5.3.14

Scintillate.

—Un río... un... un río de luz... —musité.

Mis ojos, muy abiertos. Mi boca, más todavía. Mis cuerdas vocales, relinchando angustiadas. Algo iba mal. Mal, mal, mal. Muy mal. Giré sobre mis talones. Busqué algo con la mirada. Algo que me aliviara. Algo que me ayudara a entender, pero en aquel momento ni una sola palabra era capaz de ponerse junto a otra con coherencia. Miré arriba, al cielo infini... al... al cie...

...al techo. Algo iba mal. Mal, mal, mal. Muy mal. 

—¡¡Eh!! ¡Desde aquí arriba llegaremos mejor! ¡Vamos!

Niños. Cinco, seis tal vez. Sí, seis. Tres de ellos de pelo blanquecino, todos los demás, castaños. Ellos no parecían preocupados. Ellos sólo saltaban y alargaban sus manitas hacia arriba. Montaban unos sobre otros. Estiraban sus costados y daban pequeños botes. Sus barbillas, sus narices, sus ojitos, todos hacia arriba, chispeantes.

—¡Vamos a hacerle cosquillas! ¡Tiene que despertarse! ¡Estiraos bien! -gritaba el más alto, convencido.

Uno sobre otro. Uno sobre otro. Salto. Uno sobre otro.

Y ocurrió. Fue muy simple. Un empujón. Un empujón accidentado aunque merecido. Contundente aunque inesperado. Pero merecido. Fue muy, muy simple. Tan simple que cuando caí al río de cabeza con todo mi miedo y mi voz herida, me entró la risa floja y permití a la luna salir a mi cielo, socarrona, burlándose de mi sueño ligero. Volví a extenderme. Abracé mi medio planeta dormido y lo acuné. Repartí mi luz en pequeñas dosis para que todo el mundo tuviera la suya. Me había dormido. Me había caído de mi misma. Me había despegado.

—¡Hemos salvado la noche, chicos! ¡Hemos salvado al planeta! -gritó el más pequeño de los seis.
—¡Mañana por la mañana, a la churrería de Doña Emilia!

No habían sido las cosquillas.

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