1.3.13

Pequeño navegante de historias.



            —¡No pueden alcanzarnos, maldita sea! –bramó. El oleaje les mecía cada vez con mayor brusquedad bajo aquella atmósfera aborrascada intentando echarlos de su territorio o destruirlos antes de que lo hicieran ellos mismos.

            Manejaba el timón con fuerza y decisión, llevando el barco a babor sin dudarlo un instante mientras era consciente de que otra embarcación estaba a punto de colocarse a su altura a estribor listo para el ataque. Tal vez aquello sólo era alargar la agonía y debían enfrentarse de una vez por todas en una lucha cuerpo a cuerpo contra aquellos piratas, pero el capitán jamás se rendiría tan pronto. Cuanto más ilesos salieran sus hombres de aquella batalla, mejor; y cuantos más hombres sobrevivieran a aquella batalla, mejor. El cielo tronó amenazador sobre sus cabezas, y no tardó en descargar sus aguas en aquella bélica escena, como si quisiera complicar más las cosas. Agua sobre agua. Ira sobre ira.

            —¡Al abordaje! –pudieron escuchar los marineros en popa.

            Pronto, los hombres se habían colocado en posición con sus espadas en alto y recibían a los visitantes con contundentes estacadas. No luchaban como los más distinguidos espadachines del reino, pero luchaban como los más distinguidos supervivientes del mar en una época donde muchos vivían de las vidas de otros, lo cual les proporcionaba cierta experiencia.

            —¡Cuidado, Donovan! ¡Donovan! –chilló uno de ellos a su compañero.
            —¡No me distraigas! ¡Estamos en medio de una batalla!
            —¡Le vas a dar a tu madre, idiota!

            El joven retrocedió un par de pasos buscándola con la mirada y su espalda topó con el vientre de la mujer, que llevaba un brazo en jarra y el otro sosteniendo una cesta.

            —Vamos, pequeño Francis Drake, que vas a coger un buen catarro –tenía aquella media sonrisa que la hacía parecer divertida y severa a la vez.
            —¿Francis Drake? ¡No, mamá! ¡Él era un pirata! ¡Yo seré un marinero honrado!

            Ella rió de aquella manera tan suave que la caracterizaba, echando la cabeza hacia atrás.

            —Ay, cariño, si todos pensaran como tú… la honradez ha sido el peor virus de muchos navegantes –torció la cabeza con expresión tierna-. Vamos, entra en casa –el pequeño hizo un gesto a sus compañeros a modo de despedida antes de soltar el palo que usaba a modo de estoque- y vosotros deberíais hacer lo mismo, muchachos, vuestras madres se pondrán furiosas si llegáis empapados a casa.

            Los chicos asintieron y desaparecieron como alma que lleva al diablo, alejándose mientras corrían de aquella céntrica placita y perdiéndose entre carcajadas por las pequeñas callecitas de la ciudad.

            Dentro, Donovan se había sentado frente a la chimenea rodeado por una manta de borrego mientras fijaba sus profundos ojos azules en el caliente crepitar. Era el único lugar donde agua y fuego eran compatibles: cuando éste se reflejaba en el mar de sus ojos.

            Su madre se sentó en el suelo de madera junto a él, con una mano tomó con ternura el rostro de su hijo y le dio un beso en la cabeza, acariciando después con los labios aquella seda negra que tenía por cabello. En momentos como aquel, cuando ambos extendían las manos y sus mofletes ardían en comodidad, parecía que nada en el mundo pudiera ir mal. Y es que de hecho, el pequeño mundo de Donovan giraba en torno a cuatro cosas esenciales: sus padres, su pueblo, sus amigos y el mar. Esa era toda su felicidad.

            —Mamá, ¿crees que lo conseguiré, que seré un gran marinero?
            —Cielo, no dudo que lo conseguirás si de verdad es lo que quieres… pero la vida da muchas vueltas y hay muchos oficios. Ese es muy peligroso.
            —Pero si papá y tú siempre andáis relatando historias del mar.
—Tal vez por eso tenemos miedo: porque sabemos demasiado.
—Bah –bufó- además, hay una que nunca has terminado de contarme.
            —¿Cuál? –acarició cariñosamente su pelo.
            —La tuya.

            Esbozó una media sonrisa.

            —Está bien. Coge un trozo de pan… -se asomó al pie de las escaleras- ¡Nicholas, baja, zarpamos!


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