17.11.11

Cuando cae la noche.

Una noche más salí a la calle con el particular sigilo que siempre me había caracterizado, aunque me entristecía (y mucho) decir, que no era un sigilo del que yo fuera artífice. Era un sigilo del que los demás me hacían propietaria ignorando mi presencia, sufriendo de sordera cuando hablaba o helando sus corazones cuando yo necesitaba un hombro en el que derramar mis lágrimas. Ni que decir tiene, que me había endurecido y ya apenas lloraba o requería de la compañía de otros.

Pero unas cuantas noches al mes, no sabría decir exactamente la cantidad, una sombra me esperaba en la esquina de la calle del portal en el que yo solía instalarme para no pasar demasiado frío en invierno. La oscuridad de la noche le proporcionaba un dulce anonimato (¡casi tan dulce como su voz!) y hacía del brillo de sus ojos algo felino cuando la luna se dejaba ver en lo alto de aquella maraña negra llamada Universo. 

Mientras la ciudad dormía, nosotros compartíamos sueños de cristal de esos que sueltan frágiles destellos cuando sólo las estrellas están mirando. Nuestros susurros se intercalaban con la brisa jugueteando con nuestras palabras a su paso. Y nuestras risas... nuestras risas volaban libres en todas direcciones, llenas de vida, de ganas, de ilusión, de amor...

Son esas noches las únicas que valen algo para mí. Las únicas en las que siento algo distinto de la indiferencia o el dolor. Son esas noches las que me hablan de lo que nadie me habló: la felicidad. Y son esas noches las que me afirman y reafirman que jamás encontraré a nadie por quien pudiera dar la vida como lo haría por ese muchacho escondido entre sombras que siente, ríe y ama del mismo modo que yo.

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